El presidente Emmanuel Macron concedió una entrevista a la revista el Grand Continent el jueves 12 de noviembre de 2020. 

Vea la entrevista con el Presidente Emmanuel Macron :

12 noviembre 2020 - Seul le prononcé fait foi

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Entrevista con el presidente francés Emmanuel Macron en la revista el Grand Continent.

El año 2020 está llegando a su fin. Entre gestión inmediata de emergencias y visión a largo plazo, ¿cuál es, en su opinión, el rumbo que debe seguirse a día de hoy?

Como usted ha dicho, el año 2020 ha estado marcado por varias crisis. La epidemia de la Covid-19, por supuesto, y la crisis del terrorismo, que ha regresado con gran fuerza en los últimos meses a Europa, pero también a África. Pienso, en particular, en ese terrorismo que llamamos islamista, pero que se lleva a cabo en nombre de una ideología que distorsiona una religión. 

Estas crisis se suman a todos los desafíos que conocíamos y que eran, yo diría, estructurales: el cambio climático, la biodiversidad, la lucha contra las desigualdades —y, por lo tanto, la insostenibilidad de las desigualdades entre nuestras sociedades y dentro de ellas— y la gran transformación digital. Estamos en un momento de nuestra humanidad en el que, después de todo, rara vez hemos tenido tal acumulación de crisis a corto plazo, como la epidemia y el terrorismo, además de transiciones profundas y estructurales que cambian la vida internacional e incluso tienen repercusiones antropológicas: pienso en el cambio climático, así como en la transición tecnológica que transforma nuestros imaginarios, como hemos visto recientemente, y que está cambiando por completo la relación entre el interior, el exterior y nuestras representaciones del mundo. 

Frente a eso, y tiene usted razón al hablar de rumbo, hay —lo creo muy profundamente— un hilo conductor, y es que necesitamos reinventar las formas de una cooperación internacional. Una de las características de todas estas crisis es que la humanidad las está viviendo de forma diferente dependiendo de dónde se encuentre, pero que todos estamos afrontando estas grandes transiciones y estas crisis puntuales al mismo tiempo. Para resolverlas de la mejor manera posible, necesitamos cooperar. No venceremos a la epidemia ni a este virus si no cooperamos. Incluso en el caso de que algunos descubrieran una vacuna, si esta no llega al mundo entero, eso significa que el virus volverá a aparecer en ciertas zonas. La lucha contra el terrorismo también nos afecta a todos: no debemos olvidar que más del 80 % de las víctimas del terrorismo islamista provienen del mundo musulmán, como hemos vuelto a ver en Mozambique estos últimos días. Tenemos una comunidad de destino común frente a todas estas crisis. Y para mí, el primer rumbo que hay que tomar en la vida internacional debe consistir en buscar las formas de una cooperación útil: eso es lo que hemos hecho con el virus, con el mecanismo Act-A, lo que hemos tratado de hacer con el terrorismo al crear nuevas coaliciones y lo que hemos estado haciendo constantemente en los grandes proyectos que acabo de mencionar. 

Además de esto, para mí, hablar de rumbo es también hablar de la importancia en estos momentos —y una cosa es complementaria de la otra— de fortalecer y estructurar una Europa política. ¿Por qué? Porque si queremos que se cree una cooperación, necesitamos polos equilibrados que puedan estructurar esta cooperación en torno a un nuevo multilateralismo, es decir, un diálogo entre las distintas potencias para decidir conjuntamente. Esto implica reconocer que los marcos de cooperación multilateral están hoy día debilitados, porque están bloqueados: me veo obligado a constatar que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas ya no está produciendo soluciones útiles hoy en día. Todos somos corresponsables cuando algunos se convierten en rehenes de las crisis del multilateralismo, como la OMS, por ejemplo. 

Debemos lograr reinventar formas útiles de cooperación, coaliciones de proyectos, de actores, y debemos lograr modernizar las estructuras y reequilibrar esas relaciones. Para ello, también tenemos que reconsiderar los términos de la relación: para mí, el segundo elemento del rumbo es el de una Europa fuerte y política. ¿Por qué? Porque creo que Europa no disuelve la voz de Francia: Francia tiene su concepción, su historia, su visión de los asuntos internacionales, pero construye una acción mucho más útil y fuerte si lo hace a través de Europa. Pienso incluso que es la única opción para imponer nuestros valores, nuestra voz común, para evitar el duopolio China - EE. UU., la dislocación, la vuelta de poderes regionales hostiles. Es lo que logramos hacer para preservar el Acuerdo de París sobre el cambio climático: fue realmente Europa la que estructuró la agenda, tras la decisión del presidente Trump, para mantener a China con nosotros. Es lo que hicimos en la lucha contra el terrorismo, en línea con el Llamamiento de Christchurch y en cooperación con Nueva Zelanda, pero es verdaderamente una acción europea la que lanzamos aquí mismo hace un año y medio. 

Por lo tanto, considero que, en este momento, no debemos de ningún modo perder el hilo europeo ni esa autonomía estratégica, esa fuerza que Europa puede tener para sí misma. Si trato de mirar más allá de lo cotidiano, diría que debemos tener dos ejes fuertes: encontrar formas de cooperación internacional útil que eviten la guerra, pero que nos permitan responder a los desafíos contemporáneos, y construir una Europa mucho más fuerte, que pueda hacer valer su voz, su fuerza y sus principios en este marco refundado. 

Habla de rumbo, mirando hacia el futuro, pero se puede entender este momento de transición mirando también hacia el pasado para preguntarse cuál es la era que está terminando en 2020. ¿Es una era que comenzó en 1989, en 1945?

Es muy difícil de decir, porque no sabemos si estamos en un momento que permite reflexionar sobre el período. No sé si todavía es suficientemente de noche como para que la lechuza de Minerva pueda darse la vuelta sobre lo que se está apagando para entenderlo... Pero creo que los dos elementos de ruptura que usted menciona son eso, elementos de ruptura. Probablemente 1968 sea otro también. 

Vemos que hay una crisis del marco multilateral de 1945: una crisis de su eficacia, pero, más grave en mi opinión, una crisis de la universalidad de los valores que sostienen sus estructuras. Y esto es para mí —lo decíamos antes en la conferencia del Foro de París sobre la Paz— uno de los aspectos más graves de lo que acabamos de vivir en el periodo reciente. Elementos como la dignidad humana, que eran intangibles y a los que se adherían todos los pueblos de las Naciones Unidas, todos los países representados, están ahora siendo cuestionados, relativizados. Hay un relativismo contemporáneo que se avecina, que supone realmente una ruptura, y que es el juego de potencias que no se sienten cómodas en el marco de los derechos humanos de las Naciones Unidas. Vemos muy claramente un juego chino y un juego ruso en este tema que promueven un relativismo de valores y de principios y un juego que también trata de reculturizar, de volver a situar estos valores en un diálogo de civilizaciones, o en un conflicto de civilizaciones, oponiéndolos desde el punto de vista de lo religioso, por ejemplo. Todo eso es un instrumento que fragmenta la universalidad de estos valores. Si aceptamos cuestionar estos valores, que son los valores de los derechos del hombre y del ciudadano y, por lo tanto, los de un universalismo basado en la dignidad de ser humano y del individuo libre y razonable, eso es muy grave. Porque las escalas de valores ya no son las mismas, porque nuestra globalización se ha construido sobre este elemento: no hay nada más importante que la vida humana. Así que veo, aquí, una primera ruptura. Es muy reciente, se está instalando. Es el fruto de opciones ideológicas totalmente asumidas por potencias que a través de ello ven una manera de destacar, y también de una forma de cansancio, de caída. Uno se acostumbra y piensa que lo que se ha convertido en un conjunto de palabras que se repiten todo el tiempo ya no está en riesgo. Esa es la primera ruptura, y es muy preocupante. 

Hay una segunda ruptura en nuestro concierto de naciones, que es, creo, la crisis de las sociedades occidentales después de 1968 y 1989. Uno ve un neoconservadurismo creciente, en toda Europa, de hecho, que supone un cuestionamiento —son los propios neoconservadores los que lo toman como referencia— de 1968, es decir de un estado de madurez de nuestra democracia —el reconocimiento de las minorías, el movimiento de liberación de los pueblos y las sociedades— y asistimos a la vuelta del «hecho mayoritario» y, en cierto modo, de una especie de verdad de los pueblos. Esto está volviendo a nuestras sociedades, en todas partes. Es una verdadera ruptura que no debemos pasar por alto, porque es un instrumento de refragmentación. 

Y creo que también estamos en un punto de ruptura con respecto al periodo posterior a 1989. Las generaciones nacidas después de 1989 no han conocido la última gran lucha que estructuró la vida intelectual occidental y nuestras relaciones: el antitotalitarismo. Muchas de ellas, así como su acceso a la vida académica y política, se estructuraron en torno a una ficción que era el «fin de la historia» y una idea implícita que era la extensión permanente de las democracias, de las libertades individuales, etc. Vemos que este ya no es el caso. Resurgen potencias regionales que son autoritarias, resurgen teocracias. La astucia de la historia llega por otra parte en el momento de la Primavera Árabe, donde lo que se ve con este mismo patrón de lectura como un elemento de liberación es en realidad una vuelta del espíritu de algunos pueblos y de lo religioso en lo político. Vemos una extraordinaria aceleración de la vuelta de lo religioso a la escena política en varios de esos países. 

Todos estos elementos producen rupturas muy profundas en nuestras vidas, en la vida de nuestras sociedades y en el espíritu que nació en esas fechas de referencia. Y por eso quiero lanzar lo que podríamos llamar el «Consenso de París», pero que será el consenso en todas partes, que hemos lanzado hoy y que consiste en ir más allá de esas grandes fechas que han estructurado la realidad política e intelectual de los últimos decenios para examinar el aspecto de materialización del consenso conocido como Consenso de Washington y, por ende, el hecho de que nuestras sociedades se hayan construido según el paradigma de economías abiertas, de una economía social de mercado, como decíamos en la Europa de la posguerra, que se hizo por cierto cada vez menos social, cada vez más abierta y que, tras ese consenso, entró básicamente en un dogma donde las verdades eran: reducción de la intervención del Estado, privatizaciones, reformas estructurales, apertura de las economías a través del comercio, financiarización de nuestras economías, con una lógica bastante monolítica basada en la creación de beneficios. Esa era dio resultados, sería demasiado fácil juzgarla con la mirada actual: permitió a cientos de millones de habitantes del planeta salir de la pobreza, gracias a la apertura de nuestras economías y a la teoría de la ventaja comparativa; muchos países pobres se beneficiaron de eso. Pero hoy la vemos de manera diferente, lo cual es un elemento de profunda ruptura con respecto a las grandes transiciones que mencionaba. 

En primer lugar, no permite pensar ni interiorizar los grandes cambios del mundo, en particular el cambio climático, que se mantiene como algo externo al Consenso de Washington. Sin embargo, estamos llegando a un punto en el que la urgencia es tal que es imposible pedirle a los gobernantes que gestionen una de las cuestiones prioritarias del momento, la que sin duda es prioritaria para la próxima generación, simplemente como algo externo al mercado. Hay que volver a ponerla en el mercado. Esto es lo que estamos haciendo desde el Acuerdo de París, por ejemplo, con el precio del carbono, que no es comprensible en el marco del Consenso de Washington, porque implica que debe tenerse en cuenta algo más que el beneficio. 

Lo segundo es la desigualdad. El funcionamiento de la economía de mercado contemporánea y financiarizada ha permitido la innovación y la salida de la pobreza en algunos países, pero ha aumentado la desigualdad en nuestros países. Porque ha deslocalizado masivamente, porque ha llevado a un sentimiento de inutilidad a parte de nuestra población, con profundos dramas económicos, sociales, pero también psicológicos. Nuestras clases medias, en particular, y parte de nuestras clases trabajadoras, han sido la variable de ajuste de esta globalización, y eso es insostenible. Es insostenible y, sin duda, lo hemos subestimado. Nuestras democracias viven en una especie de superficie de sustentación en la que son necesarios, a un tiempo, el principio político de la democracia y sus alternancias, las libertades individuales, la economía social de mercado y el progreso para las clases medias. Estos elementos eran la base sociológica de nuestros regímenes, así es como lo hemos venido haciendo desde el siglo XVIII. A partir del momento en que las clases medias ya no ven el progreso para sí mismas y experimentan un declive año tras año, se instala la duda sobre la democracia. Eso es exactamente lo que estamos viendo en todas partes, desde los Estados Unidos de Donald Trump hasta el Brexit, pasando por las llamadas de advertencia que tenemos en nuestro país y en muchos países europeos. Esa es la duda que se instala, cuando la gente, básicamente, dice: «como ya no progresamos, para que vuelva el progreso, o bien tengo que reducir la democracia y aceptar alguna forma de autoridad, o bien tengo que aceptar que se cierren fronteras porque el mundo, así, ya no funciona». 

Es por esa razón por la que creo profundamente que estamos en un punto de ruptura, un punto de ruptura muy profundo, más allá incluso de esos encuentros políticos, que es un punto de ruptura del capitalismo contemporáneo. Porque el capitalismo se ha financiarizado, se ha sobreconcentrado y ya no permite gestionar las desigualdades en nuestras sociedades ni a nivel internacional. Y solo podemos responder a ello refundándolo. En primer lugar, no se responde a ello desde un solo país. He llevado a cabo, por cierto, una política que no va en absoluto en esa dirección, y lo asumo plenamente. Al igual que el socialismo no funcionó en un solo país, la lucha contra este funcionamiento del capitalismo es ineficaz desde un solo país. No se responde a ello con la fiscalidad, sino construyendo de manera diferente el recorrido vital de la gente: a través de la educación y la salud, cuando somos un país, pero también a través de un funcionamiento diferente de los movimientos financieros y económicos, es decir integrando el objetivo climático, el objetivo de inclusión y los elementos de estabilidad del sistema en el corazón de la matriz. Así es como yo veo las cosas.

Estamos en un momento de ruptura política con respecto a varias cosas que se consiguieron en fechas clave. Al mismo tiempo, estamos en un momento de ruptura del sistema capitalista, que tiene que considerar, simultáneamente, temas como la desigualdad y el cambio climático. A esto se añade un hecho nuevo, pero que se está estructurando de forma perversa: las redes sociales e Internet. Esta formidable creación, que en un principio se hizo para intercambiar conocimientos y hacerlos circular dentro de una comunidad académica, se ha convertido en un extraordinario instrumento de difusión de información, pero también en dos cosas peligrosas: un instrumento de viralización de las emociones, sean estas cuales sean —que hace que cada persona se vea a sí misma en el mundo y en la emoción del otro sin recontextualizar, para bien o para mal— y un elemento de desjerarquización de la palabra —y, por lo tanto, de rechazo de cualquier forma de autoridad, en sentido genérico; autoridad que permite estructurar la vida en una democracia y en sociedad, ya sea política, académica o científica— simplemente porque está ahí, porque alguien lo dijo y eso tiene el mismo valor desde dondequiera que hable. Esto aún no lo hemos interiorizado lo suficiente. No hemos organizado un orden público en este espacio. Y este espacio sobredetermina nuestras decisiones actuales y cambia, a su vez, nuestra vida política. Y así, antropológicamente, sacude las democracias y nuestras vidas. 

El último punto de inflexión es el cambio demográfico, del cual a menudo nos olvidamos. Dentro de lo que estructura el momento actual están esos grandes cambios climáticos, tecnológicos, políticos, económicos y financieros, y luego está la cuestión demográfica. Tenemos una población que sigue creciendo a un ritmo increíble. Aunque no las defiendo, las teorías maltusianas van a volver, porque no podemos estar en un mundo que tiene que plantearse la escasez de recursos y la finitud de la especie humana y que, al mismo tiempo, considera su demografía como un elemento exógeno. Hoy en día, hemos alcanzado un aumento de la población mundial de 400 a 500 millones de personas cada cinco años, pero la cuestión es que ese aumento se produce con desequilibrios muy profundos. Si tomamos la placa Europa-África, durante el mismo período, por cada país europeo que desaparece demográficamente aparece un país africano. Estamos siendo testigos de una suerte de aceleración de la torsión de la historia. Tenemos una Europa cuya demografía está disminuyendo de manera preocupante —menos en Francia que en otros lugares—, tenemos países europeos donde hay movimientos de población muy preocupantes, por ejemplo, en Europa del Este. Y la demografía africana es muy importante. Todo esto crea una redefinición del mundo, de las capacidades económicas, de los destinos y, obviamente, viene también a alterar las relaciones transnacionales. 

No creo que haya habido nunca en nuestra historia un período que haya concentrado tantos elementos de ruptura.

¿Con qué instrumentos se puede construir un nuevo multilateralismo que reconozca estas transformaciones?

En primer lugar, hay un trabajo de ideas que hay que llevar a cabo, hay que reflexionar y dar nombre a las cosas. Hoy en día, las ideologías divergen. Hace tres años, cuando hablaba de soberanía europea o de autonomía estratégica me tomaban por loco, asociaban esas ideas a manías francesas. Hemos logrado que las cosas avancen. En Europa, estas ideas se han impuesto. La Europa de la Defensa, que creíamos impensable, la hicimos realidad. Estamos avanzando en el campo de la autonomía tecnológica y estratégica, a pesar de que la gente se sorprendía cuando empecé a hablar de soberanía en relación con la 5G. Así que, en primer lugar, hay un trabajo ideológico por hacer, y es urgente. Se trata de reflexionar sobre los términos de la soberanía y la autonomía estratégica europea para que podamos tener peso por nosotros mismos y no nos convirtamos en vasallos de tal o cual potencia sin voz ni voto. 

Después, debemos tomar nota de estas tensiones, pensarlas juntos y construir una acción útil. Europa tiene muchos elementos impensados. En términos geoestratégicos, nos habíamos olvidado de pensar, porque pensábamos nuestras relaciones geopolíticas a través de la OTAN, seamos claros —Francia, menos que otros por su historia, pero este superyó sigue presente y en ocasiones lucho contra él—. Así que la ideología que se puede instaurar en Europa, es decir una lectura común del mundo y de nuestras intenciones, es un primer punto esencial. Lo que hemos lanzado en el Foro sobre la Paz, el Consenso de París y nuestra acción para la política francesa y europea, todo eso es esencial. 

Luego, a muy corto plazo, la respuesta pasa por coaliciones de actores. Lo que he estado aplicando desde el primer día es una especie de pragmatismo, en el que nos arreglamos con lo que tenemos y mostramos con ejemplos que las cosas están avanzando. Cuando los Estados Unidos de América decidieron retirarse del Acuerdo de París sobre el Clima, dos horas más tarde yo estaba dando la conferencia Make our planet great again como un guiño al presidente Trump, y unos meses más tarde organizábamos, coincidiendo con el aniversario del Acuerdo de París, el primer One Planet Summit, aquí, en el Palacio del Elíseo. Lanzamos una coalición de actores: estados americanos, empresas americanas, grandes financieros, y lanzamos varias decenas de coaliciones para decir concretamente cómo luchar contra la desertificación aquí o cómo reducir las emisiones de CO2 o luchar contra las emisiones de hidrofluorocarbonos (HFC) allá. Desde el One Planet Summit de diciembre de 2017, hemos hecho eso constantemente. También hemos involucrado a actores a los que no se incluía suficientemente en el juego de las naciones y, en este sentido, celebré un One Planet Summit en África, pues considero que nuestra estrategia debe ser afro-europea. Esta refundación debe basarse en una Europa mucho más unida geopolíticamente que involucre a África como socio, de manera totalmente paritaria. Lo hicimos en la lucha contra la desertificación en Nairobi. Lo hicimos también cuando ejercimos la presidencia del G7: establecimos coaliciones de actores para reducir el transporte marítimo internacional, para reducir los HFC y construir un G7 con los países africanos. Y han estado presentes durante la mitad del programa. 

Así pues, se trata, en primer lugar, de una revisión de nuestro esquema de lectura: más Europa. Y en segundo lugar, de una verdadera asociación Europa-África, porque la clave del problema está entre nosotros. Después, en el trasfondo está la construcción de coaliciones muy concretas con actores gubernamentales y no gubernamentales —empresas, asociaciones— para conseguir resultados en un camino que hemos trazado juntos. Y a partir de ahí, podremos construir estrategias de alianza más amplias. Y es gracias a esta estrategia —refiriéndonos de nuevo al tema del clima— que hemos logrado que China se comprometa con nosotros. En cada One Planet Summit, China está presente y anuncia el fortalecimiento de un mercado chino del carbono y la aplicación de un precio del carbono. Porque sabemos ser activos e involucrar a estas coaliciones sin permanecer en una estrategia inerte, logramos involucrar también a los chinos, lo que nos va a permitir, espero, dar un paso hacia los objetivos de 2030 y la neutralidad de carbono en 2050 en los próximos meses con China y poder volver a involucrar sobre esta base a Estados Unidos.

Otro ejemplo de esta táctica que he venido utilizando desde hace tres años para lograr estos fines son las redes sociales: la lucha por nuestras libertades, la norma pública y contra el odio en línea y el terrorismo. Después de producirse el ataque en Gran Bretaña en el verano de 2017, Theresa May vino a Francia el 13 de junio de 2017. Hicimos un llamamiento a las principales plataformas y redes sociales para que eliminaran los contenidos terroristas que se difundían en ellas. Luego lo llevamos a las Naciones Unidas.

Durante un año, fue un combate muy duro, tuvimos muy pocos apoyos, los amantes del free speech se opusieron a esta propuesta. En la ONU, y también en Europa, estábamos muy solos. Logramos poner las cosas en movimiento, desafortunadamente, a raíz del atentado de Christchurch. El 13 de mayo de 2019, en el Palacio del Elíseo, invité a la primera ministra de Nueva Zelanda, a varios dirigentes europeos, a dirigentes africanos —siempre con la determinación de incluir a los diversos espacios— y a los grandes dirigentes de plataformas (Twitter, Facebook, Google...). Y todos se comprometieron con la golden hour, es decir con eliminar los contenidos terroristas en menos de una hora. No es una ley sino un compromiso híbrido e inédito con Estados soberanos para reaccionar ante este problema. Dentro de unos días, lograremos, espero, que el Parlamento vote el texto que hará obligatoria esta golden hour en Europa. 

Ante cada una de estas emergencias, podemos hacer que las cosas avancen si nuestros principios y objetivos son claros y si logramos construir estrategias de actores originales y nuevas entre Estados y con poderes no estatales. Para ello es necesario reaccionar muy rápidamente cuando se produce una crisis —como en el caso de Christchurch— o sentar las bases de una ideología común y una lectura común del mundo que supone mostrar que necesitamos, ante estos retos comunes, construir una cooperación eficaz.

Un último ejemplo sería el de la Act-A. Cuando llegó el virus, el único miedo que teníamos era que si llegaba a África y a otros países pobres, ¿cómo iban a hacer? Si no teníamos más remedio que cerrar nuestros países, ¿cómo iban a vivir? Inmediatamente, creamos una oficina de la Unión Africana en línea, con varios dirigentes, antes de llevar esa voz a Europa y al G20. Y estructuramos la iniciativa Act-A con la Unión Africana, la Unión Europea, las otras potencias del G20 y la OMS para poder financiar la mejora de los sistemas de atención primaria y, sobre todo, para garantizar que la vacuna fuera un bien público mundial y que estuviéramos en condiciones de producir una cantidad suficiente para abastecer a los países más pobres. En todo momento, tenemos soluciones, pero tenemos que construir las innovaciones necesarias en cada uno de estos temas. 

¿Podría volver a explicar los términos de la Europa geopolítica: qué definición concreta hay detrás de soberanía, autonomía estratégica, Europa-potencia?

Europa no es solo un mercado. Implícitamente, desde hace décadas, actuamos como si Europa fuera un mercado único. Pero desde dentro no hemos pensado en Europa como en un espacio político finito. Nuestra moneda no está ultimada. Hasta los acuerdos de este verano, no teníamos un auténtico presupuesto ni una verdadera solidaridad financiera. No hemos reflexionado de principio a fin sobre los temas sociales que hacen que seamos un espacio unido. Y no hemos pensado lo suficiente sobre lo que hace de nosotros una potencia en el concierto de las naciones, una región muy integrada con un hecho político claro. Europa debe repensarse ella misma políticamente y actuar políticamente para definir objetivos comunes que no sean simplemente una delegación de nuestro futuro al mercado. 

De manera concreta, esto significa que, cuando hablamos de tecnologías, Europa necesita construir sus propias soluciones para no depender de la tecnología chino-estadounidense. Si dependemos de ella, por ejemplo, en las telecomunicaciones, no podremos garantizar a los ciudadanos europeos el secreto de la información ni la seguridad de sus datos privados, porque no disponemos de esa tecnología. Como potencia política, Europa debe ser capaz de proporcionar soluciones en materia de cloud; de lo contrario, sus datos se almacenarán en un espacio no sujeto a su derecho, que es la situación en la que nos encontramos. Así que, cuando hablamos de temas tan concretos como este, en realidad estamos hablando de política y del derecho de los ciudadanos. Si Europa es un espacio político, entonces debemos construirla para que nuestros ciudadanos tengan derechos que podamos garantizar políticamente. 

Seamos claros: hemos permitido que se creen situaciones en las que esto no es exactamente así. Actualmente estamos reconstruyendo la autonomía tecnológica, por ejemplo, para la telefonía, pero no para el almacenamiento de datos en la nube. Nuestra información está en una nube que no está regulada por la legislación europea, y en caso de que surjan controversias, dependemos de la buena voluntad y del funcionamiento del derecho estadounidense. Políticamente, esto es insostenible para los representantes electos, porque significa que usted, como ciudadano, tiene derecho a pedirme algo —la protección de sus datos, una garantía o una regulación al respecto o, en todo caso, un debate informado y transparente de los ciudadanos sobre este tema— y no hemos creado los medios para hacerlo. 

Lo mismo ocurre con la extraterritorialidad del dólar, que es un hecho y no es nuevo. Hace menos de diez años, varias empresas francesas fueron penalizadas con miles de millones de euros porque habían operado en países que eran objeto de una prohibición a la luz de la legislación estadounidense. Esto significa concretamente que nuestras empresas pueden ser condenadas por potencias extranjeras cuando operan en un tercer país: es una privación de la soberanía, de la posibilidad de decidir por nosotros mismos, es un debilitamiento inmenso. 

Lamentablemente, hemos podido vivir las consecuencias de todo esto cuando se ha tratado del debate sobre Irán. Nosotros, los europeos, queríamos permanecer en el marco del llamado JCPOA [Plan de Acción Integral Conjunto (PAIC)]. Con los estadounidenses fuera de este plan, ninguna empresa europea pudo seguir comerciando con Irán por temor a las sanciones a las que se exponían respecto a Estados Unidos. Así que cuando hablo de soberanía o de autonomía estratégica, estoy relacionando todos estos temas, que a primera vista parecen estar muy alejados unos de otros. 

¿Qué hace que decidamos por nosotros mismos? Eso es la autonomía: la idea de que elegimos nuestras propias reglas para nosotros mismos. Esto supone reconsiderar las políticas a las que nos habíamos acostumbrado —tecnológicas, financieras y monetarias, políticas— y con las que en Europa construimos soluciones para nosotros mismos, para nuestras empresas, para nuestros conciudadanos, que nos permiten cooperar con los demás, con los que elegimos, pero no depender de los demás, algo que sigue siendo demasiado frecuente hoy día. Hemos mejorado mucho las cosas en los últimos años, pero no hemos resuelto este problema. 

¿Podemos llegar a hablar de soberanía europea, como yo mismo he hecho? Es un término un poco exagerado, lo reconozco, porque si existiera una soberanía europea, habría un poder político europeo plenamente establecido, y aún no hemos llegado a eso. Hay un Parlamento Europeo que, aún así, defiende la representación de la ciudadanía europea, pero considero que esas formas de representación no son del todo satisfactorias. Por eso, he defendido con firmeza la idea de unas listas transnacionales, es decir, la aparición de un auténtico demos europeo que pueda estructurarse, no en cada país y en cada familia política dentro de él, sino de manera más transversal. Espero que las próximas elecciones nos permitan hacerlo. Si queremos una soberanía europea, sin duda necesitaremos líderes europeos plenamente elegidos por el pueblo europeo. Esta soberanía es, por tanto, por así decirlo, transitoria. Pero entre lo que hace la Comisión, el Consejo, donde se sientan los dirigentes elegidos por su pueblo, y el Parlamento Europeo, surge una forma de nueva soberanía, que no es nacional, sino europea. 

Sin embargo, cuando he recurrido a esta noción, que podemos encontrar quizás de manera más neutral en el término «autonomía estratégica», a lo que me he referido es al contenido de la soberanía. Creo que es indispensable que nuestra Europa vuelva a encontrar las vías y los medios para decidir por sí misma, valerse por sí misma y no depender de los demás en todos los proyectos: tecnológico, como dije, pero también sanitario y geopolítico, y poder cooperar con quien quiera. ¿Por qué? Porque creo que somos un espacio geográfico coherente en cuanto a valores, en cuanto a intereses, y que es bueno defenderlo en sí mismo. Somos una agregación de diferentes pueblos y diferentes culturas. No existe tal concentración de idiomas, culturas y diversidad en ningún otro espacio geográfico. Pero algo nos une. De hecho, sabemos que somos europeos cuando nos envían fuera de Europa. Sentimos nuestras diferencias cuando estamos entre europeos, pero sentimos nostalgia cuando nos alejamos de Europa. 

Pero de una cosa estoy seguro: no somos los Estados Unidos de América. Son nuestros aliados históricos, apreciamos como ellos la libertad, los derechos humanos, tenemos profundos vínculos, pero tenemos, por ejemplo, una preferencia por la igualdad que no existe en los Estados Unidos de América. Nuestros valores no son exactamente los mismos. Tenemos efectivamente un apego por la democracia social y una mayor igualdad, pero nuestras reacciones no son las mismas. También creo que la cultura es más importante, mucho más importante, aquí. Por último, nos proyectamos hacia otro imaginario que está conectado con África y el Próximo y Medio Oriente y tenemos una geografía distinta a la suya, que puede desalinear nuestros intereses. Lo que es nuestra política de vecindad con África, con el Próximo y Medio Oriente, con Rusia, no representa una política de vecindad para los Estados Unidos de América. Por lo tanto, no es sostenible que nuestra política internacional dependa de ellos o siga sus pasos. 

Y lo que digo es aún más válido en relación con China. Por eso creo que el concepto de autonomía estratégica europea o soberanía europea es muy fuerte, muy fecundo, al afirmar que somos un espacio político y cultural coherente, que ante nuestros ciudadanos tenemos el deber de no depender de otros y que esta es la condición para tener peso en el concierto contemporáneo de las naciones.

Habla usted de cambiar los hábitos, pero esa posición queda suspendida en el aún no. ¿Cuáles son los puntos de bloqueo? ¿Qué es lo que hace que esta visión tarde tanto en tomar forma?

No estoy tan seguro de eso. Cuando lancé esa idea durante el discurso en la Sorbona, mucha gente dijo: no lo logrará, es una fantasía francesa. Poco más de tres años después, respecto a la Europa de la Defensa tenemos un Fondo Europeo de Defensa, una cooperación estructurada y una iniciativa de intervención en la que participan diez países. En cuanto a la tecnología, las cosas evolucionan desde que lanzamos la idea de la 5G europea, y Alemania está uniéndose ahora a nosotros en este tema, que le resultaba menos natural porque iba también adelantada. Así que, realmente, estamos revisando nuestra soberanía a nivel tecnológico. La crisis sanitaria nos ha hecho revisar nuestra soberanía desde el punto de vista sanitario y de la industria de la salud. Ha sido un elemento revelador de nuestras dependencias. Cuando toda Europa pide encarecidamente guantes o mascarillas, todos entendemos que necesitamos producir guantes y mascarillas de nuevo en nuestro territorio. Para eso sirve el Plan de Recuperación. 

Sobre los asuntos financieros, llevó su tiempo, pero en junio de 2018 firmamos el Acuerdo de Meseberg con Alemania sobre una capacidad común a nivel presupuestario para tratar los asuntos de autonomía económica y financiera de Europa. Esto condujo a un acuerdo imperfecto a nivel europeo y, debido a la crisis de la Covid-19, firmamos el acuerdo franco alemán de mayo de 2020, que permite ampliar las cosas sobre la base de una propuesta de la Comisión y que allanó el camino para el acuerdo histórico de julio, aportando una respuesta presupuestaria a la crisis en un tiempo récord, pero también sentando las bases para la construcción presupuestaria de Europa. Esta contribución no debe ser subestimada. Por primera vez, hemos decidido endeudarnos juntos para gastar juntos de manera heterogénea en las regiones y sectores que más lo necesitarán. Es decir, tener una Unión de transferencias, basada en una firma común y en un endeudamiento común. Y este es realmente un punto clave para construir la soberanía del euro y convertirlo en una moneda real que no dependa, o que dependa mucho menos, de otras, y crear la soberanía presupuestaria en nuestro seno. Así pues, hemos progresado en todo esto. Todavía queda mucho camino por recorrer, sobre opciones geopolíticas —entre nosotros, tenemos diferencias sobre Rusia o Turquía—, sobre la fuerza de estas respuestas, pero creo que estamos viendo el despertar. 

Siendo directos, la pregunta planteada es la siguiente: ¿el cambio en la administración estadounidense va a crear una distensión en Europa? Estoy profundamente en desacuerdo, por ejemplo, con la tribuna publicada en Politico y firmada por la ministra de Defensa alemana. Creo que es una mala interpretación de la historia. Afortunadamente, si he entendido bien, la Canciller no comparte esa línea. Pero los Estados Unidos solo nos respetarán como aliados si somos serios con nosotros mismos y si somos soberanos con nuestra propia defensa. Así que creo que, por el contrario, el cambio de administración en Estados Unidos es una oportunidad para continuar de forma totalmente pacífica y tranquila lo que los aliados entre sí deben entender: tenemos que seguir construyendo nuestra autonomía para nosotros mismos, como los Estados Unidos lo hacen para ellos, como China lo hace para ella.

Ha hablado usted de cooperaciones exitosas, de muchos avances: China tiene ese gran proyecto de las Nuevas Rutas de la Seda, algo que en Europa nos cuesta identificar, un gran proyecto, un sueño de futuro. ¿Se trata de algo más bien interno? ¿Está dirigido hacia una mayor integración, una mayor ecologización o, por el contrario, está destinado a extenderse por todo el mundo? ¿Cuál es el sueño, el gran proyecto europeo?

Tiene usted razón en que el mérito de las Nuevas Rutas de la Seda está en ser un concepto geopolítico muy potente. Eso es un hecho. Y es también una muestra de la vitalidad de una nación y de su fortaleza. Hablábamos de referencias históricas y del periodo posterior a 1989: hay que decir que Europa ha resuelto sus crisis internas y es como si ya no tuviera teleología. Hay una crisis moral de Europa, que ha librado todas esas batallas históricas, incluyendo la lucha contra la barbarie, contra el totalitarismo. ¿Cuáles son las luchas contemporáneas, teniendo en cuenta que estamos estructurados en torno a una lucha o sueño común? ¿Cuáles son las luchas contemporáneas de Europa? 

Les diré cómo veo yo esta cuestión. Hay una lucha positiva que consiste en hacer de Europa la principal potencia educativa, sanitaria, digital y ecológica. Se trata de cuatro grandes luchas que nos permitirán responder a esos cuatro grandes desafíos. Es, así pues, el sueño de invertir masivamente para lograr todo eso. Y creo que tenemos totalmente la posibilidad de hacerlo, que el plan de recuperación que hemos puesto en marcha constituye un paso en esa dirección, al igual que nuestras políticas nacionales. Esto es un sueño para nosotros mismos. Es un objetivo muy movilizador, que debe cambiar muchas cosas, pero creo que podemos esperar de él un impacto global, porque atraerá a China y a Estados Unidos detrás de algo muy movilizador, que es también la condición para vivir en armonía en nuestro continente y con el resto del planeta. Incluye la educación porque creo que es uno de los desafíos que hemos abandonado y es uno de los más importantes. 

Hay un segundo desafío para mí y es que Europa vuelva a portar la antorcha de sus valores. Estos valores están siendo abandonados en todas partes. La lucha contra el terrorismo y el islamismo radical es un combate europeo, una lucha de valores. Representa una lucha para nosotros y, en definitiva, creo que la lucha contemporánea es una lucha contra la barbarie y el oscurantismo. Eso es lo que está pasando. No es en absoluto un choque de civilizaciones, no me identifico para nada con esa lectura de las cosas, porque no se trata de una Europa cristiana que va en contra del mundo musulmán; esa es una fantasía hacia la que algunos quieren arrastrarnos. Se trata de una Europa que tiene raíces judeocristianas, eso es un hecho, pero que ha sido capaz de construir dos cosas: la coexistencia de las religiones y la secularización de lo político. Son dos logros de Europa. Porque eso es lo que ha permitido reconocer la primacía del individuo racional y libre y, por ende, el respeto entre las religiones. Y lo que está ocurriendo en el debate que hemos visto, en gran medida contra Francia, es un colosal paso atrás en la historia, algo cuyas consecuencias creo que no hemos evaluado suficientemente. 

Todo el debate que ha tenido lugar ha consistido básicamente en pedirle a Europa que se disculpe por las libertades que permite. Y, en este caso concreto, a Francia. Y el hecho de que este debate haya pervivido tan poco en Europa, o que se haya estructurado de manera tan tímida, dice mucho de la crisis moral que estamos viviendo. Pero lo asumo plenamente. Somos un país de libertad donde ninguna religión está amenazada, donde ninguna religión es mal recibida. Quiero que todos los ciudadanos puedan practicar su culto como deseen. Pero también somos un país en el que los derechos de la República deben ser plenamente respetados, porque somos ante todo ciudadanos y tenemos un proyecto común y una representación común del mundo: no somos multiculturalistas, no sumamos las formas de representar el mundo una al lado de otra, sino que tratamos de construir un todo, independientemente de las convicciones que tengamos en lo íntimo y lo espiritual. 

Gracias a esto, tenemos derechos: la libertad de expresión, de caricatura, algo que ha hecho correr tanta tinta. Hace cinco años, cuando los que hacían caricaturas fueron asesinados, el mundo entero desfiló en París y defendió esos derechos. Hace poco tuvimos a un profesor degollado, a varias personas degolladas. Muchas de las condolencias fueron recatadas y vimos, de manera estructurada, a algunos líderes políticos y religiosos de una parte del mundo musulmán —que, sin embargo, intimidaron a la otra, me veo obligado a admitirlo— diciendo «solo tienen que cambiar su derecho». Esto me impacta, y como gobernante no quiero ofender a nadie —estoy a favor del respeto a las culturas y a las civilizaciones—, pero no voy a cambiar mi derecho porque ofende en otros lugares. Y precisamente porque el odio está prohibido en nuestros valores europeos es por lo que la dignidad de la persona humana prevalece sobre todo lo demás y por lo que yo puedo ofenderle a usted, porque usted puede, a su vez, ofenderme a mí, podemos debatir y discutir, porque nunca llegaremos a las manos, porque está prohibido y porque la dignidad humana está por encima de todo. Y estamos aceptando que dirigentes, líderes religiosos, pongan un sistema de equivalencia entre lo que ofende y una representación, la muerte de un hombre y el acto terrorista —así lo han hecho— y que se nos intimide lo suficiente para que no nos atrevamos a condenar todo eso. 

Esto, para mí, quiere decir una cosa: la lucha de nuestra generación en Europa será una lucha por nuestras libertades. Porque están siendo quebrantadas. Y así, no habrá reinvención de las Luces, sino que tendremos que defender las Luces frente al oscurantismo. Eso es seguro. Y no nos dejemos atrapar en el terreno de los que no respetan las diferencias. Es un juicio simulado y una manipulación de la historia. El respeto solo es posible si se pone la dignidad humana por encima de todo, pero el respeto no debe ir en detrimento de la libertad de expresión. De lo contrario, no es un respeto real sino, en definitiva, el abandono de la discusión, de la conflictividad que puede existir en la discusión y el debate. Eso es lo que quieren. Europa tiene una responsabilidad en ese sentido, así que para mí la segunda batalla que hay que librar es la batalla por nuestros valores. Esta palabra parece genérica, pero es la lucha por las Luces. 

Y el tercer gran proyecto europeo, para mí, es la conversión de la mirada hacia África y la reinvención del eje afro-europeo. Es la lucha de una generación, pero creo que es fundamental para nosotros. Europa no triunfará si África no triunfa. Eso está claro. Lo vemos cuando no logramos generar seguridad, paz o prosperidad a través de la realidad migratoria. Lo vemos porque África está en nuestras sociedades. Tenemos una parte de África en todas nuestras sociedades, que también vive en consonancia. Y cuando digo África, me refiero a África y a la región del Mediterráneo lato sensu. 

Pero tenemos algo que construir. Y cuando hablo de una conversión, me refiero a que debemos lograr que África vea a Europa de manera diferente y que nosotros mismos la veamos de manera diferente, es decir, como una oportunidad, como una formidable oportunidad de desarrollo conjunto para sacar adelante este proyecto para nosotros mismos que he mencionado. Digo esto porque no creo que vayamos a progresar o que vayamos a resolver nuestros problemas estando encarcelados por nuestra historia. Personalmente, he iniciado una importante labor conmemorativa y política, en particular sobre Argelia, pero veo en nuestra historia como una vuelta del resentimiento y la contención donde confluyen, de hecho, otros muchos temas: la post-descolonización, los temas religiosos, los temas económicos y sociales, que crean una especie de incomunicación entre Europa y África. Creo que debemos desenredar esos hilos, pero sobre todo debemos abrazar a África con mucha más fuerza, en la capacidad que le damos para desarrollarse por sí sola, ayudándola, y consolidar el orgullo de las diásporas que viven en nuestros países y que vienen de África para que sean formidables fermentos de esta oportunidad y no problemas como se los suele observar con demasiada frecuencia. Por eso hablo de una conversión de la mirada, para lograr mostrar que el universalismo que defendemos no es el universalismo del más fuerte, que era el universalismo de la colonización, sino de el de amigos y socios. Estas son, para mí, las tres grandes batallas que hay que librar...

Sobre este último punto, usted menciona una incomunicabilidad con África. Con respecto a esta asociación que debe construirse con África, ¿no hay dentro de Europa una forma de incomunicabilidad entre los países de Europa Occidental y Oriental?

En primer lugar, no digo que haya falta de comunicación, sino más bien una acumulación de dificultades y problemas, una maraña y manipulaciones por parte de algunos. Hay una manipulación sobre este tema. Esta manipulación es de hecho evidente por parte de ciertas potencias hegemónicas que ostentan un nuevo imperialismo en África y que utilizan el resentimiento para debilitar a Europa y a Francia. 

Si tomamos Europa y su relación con África, tenemos veintisiete historias con África. Yo no diría que la oposición está entre el Este y el Oeste. Piense en Francia y en Alemania: no tenemos la misma relación con África. En primer lugar, porque el idioma es importante y África es en gran parte francófona. Y tenemos una relación especial con el África francófona. He querido reconstruir una relación muy fuerte con el África anglófona y lusófona, algo por lo que he apostado. Fui el primer presidente francés en ir a Ghana o a Kenia, por ejemplo. O en desplazarse a Lagos. Parece una locura, pero así ha sido: Francia solo ha tenido relación con un África determinada. Alemania tiene una relación muy diferente, como saben, como resultado de la historia de finales del siglo XIX. Por tanto, creo que tenemos relaciones plurales en nuestra historia que no deberían determinar en exceso la forma de pensar las cosas hoy en día. 

Creo que debemos invitar a Europa de Este a que se involucre plenamente en esta política. Y creo que cuando hacemos eso funciona muy bien. Constato que varios países del norte y del este de Europa están con nosotros para ayudar en la seguridad de África. Nuestro mejor socio en Malí es Estonia, sí, Estonia, porque les convenció este concepto de la autonomía estratégica —en particular porque temen a Rusia y porque vieron en ello su interés— y como les ofrecimos unirse a nosotros ahora nos están conociendo mejor y están cooperando con nosotros en todas las operaciones que llevamos a cabo, incluidas las más específicas, conocidas como Takuba, para las fuerzas especiales. Así que logramos involucrar a todos. Por lo tanto, creo que no hay diferencias entre estas dos Europas. 

Hay diferentes sensibilidades. Y, en definitiva, ¿qué es lo que podría complicar actualmente la relación de Europa con África? La respuesta es el hecho migratorio, eso es; que solo miremos a África a través de ese filtro. Creo que eso es un error y tiene que resolverse, en determinados temas. Hoy estamos siendo testigos de un abuso masivo del derecho de asilo. Eso es lo que lo perturba todo. Hay grupos de traficantes, que a menudo son también traficantes de armas y drogas y están vinculados al terrorismo, que han organizado un tráfico de seres humanos. Ofrecen una vida mejor en Europa y utilizan canales que hacen uso del derecho de asilo. Cuando tenemos cientos de miles de hombres y mujeres que llegan cada año a nuestro territorio, que vienen de países que están en paz y con los que tenemos excelentes relaciones y que reciben cientos de miles de visados cada año, no estamos hablando del derecho de asilo. O, mejor dicho, el 90 % de las veces, no se trata del derecho de asilo. Así pues, hay un mal uso. Hay una tensión en este tema que debe resolverse en un diálogo con África, que iniciamos en 2017-2018. Tenemos que empezar de nuevo con un gran compromiso. 

Pero tenemos que poner este tema a un lado de la mesa. La verdadera cuestión de África es su desarrollo económico, su paz y su seguridad. Ayudar a África a luchar contra la lacra del terrorismo y los grupos yihadistas en el Sahel, en la región de Lago Chad y, ahora también, en el este de África, donde desde Sudán hasta Mozambique se están viviendo situaciones que son absolutamente insostenibles. También hay que ayudarla a desarrollarse económicamente a través de la agricultura, del emprendimiento, de la educación, especialmente de las niñas, y de toda esa política de emancipación que hemos empezado a aplicar, pero que debemos llevar más lejos. Esa es la clave para mí. 

Una cuestión fundamental en su práctica, en su doctrina de las relaciones internacionales, por así decirlo, es que básicamente vemos que existe un principio de asociación de entidades diferentes: Estados, empresas, actores locales, asociaciones. ¿Está usted generando una disrupción del multilateralismo de los Estados para sustituirlo por otra cosa? Y más concretamente: ¿cree usted que la cuestión de la distribución de vacunas apoyará esta doctrina?

Es un buen examen. Puede que esto no sea lo menos cruel. Sí, creo que, si queremos avanzar en el multilateralismo, tenemos que hacerlo funcionar. Mire cómo funcionó el multilateralismo durante la Guerra Fría. Hubo una especie de gentlemen’s agreement para decir que había temas en los que se decidía avanzar juntos. A pesar de las tensiones existentes, supimos estabilizar las estrategias armamentísticas, dotarnos de instrumentos para resolver conflictos entre bloques y, luego, tratar con los países no alineados que se estructuraban alrededor. En los últimos años se ha producido un fenómeno de disgregación, incluido en esos mecanismos de cooperación. Ha habido una estrategia rusa de no seguir respetándolos y de debilitar los foros internacionales. Y una respuesta estadounidense que ha consistido en denunciarlos. Permítanme tomar el ejemplo del desarme de Europa: nunca habíamos estado tan expuestos, primero por el incumplimiento ruso y luego por la decisión estadounidense de retirarse de los programas. Por lo tanto, debemos reactivar un multilateralismo donde los Estados son necesarios. En cuestión de armamento, en las grandes cuestiones geopolíticas, se necesitan Estados. Lo que debemos lograr es crear coaliciones originales para marginar a los que bloquean. A veces funciona, a veces no. Me veo obligado a constatar que en Siria, por ejemplo, no hemos tenido éxito. En ese sentido, para nosotros, los europeos, es muy difícil hacer que se respeten las cosas cuando los Estados Unidos de América no están con nosotros, ya que no tenemos suficiente autonomía militar ni el compromiso de todos. Es nuestra debilidad actualmente, lo hemos visto con Siria.

Después, sobre los grandes asuntos de los llamados bienes comunes, los grandes asuntos internacionales, de hecho, el multilateralismo estatal ya no es suficiente. Cuando hablamos de nuevas tecnologías, hay que comprometerse con plataformas que se han desarrollado fuera de toda regla porque no existían reglas —iba a decir— a pesar de los Estados, los Estados Unidos de América en todo caso aceptándolo. Estas plataformas han desarrollado una innovación sin reglas. Así pues, ha habido una especie de invención de un universo común por parte de actores privados que debe ser regulado gradualmente, y yo soy partidario de ello: fiscalidad, contenidos, derechos de los ciudadanos y de las empresas y espacio público común. Pero hay que cooperar e implicarlos. Por eso lancé Tech For Good en 2017, y tenemos una edición al año, y gracias a ello hemos podido lanzar varias iniciativas, como la que mencionamos a raíz del ataque de Christchurch. Cuando hablamos de clima, también debemos involucrar a ONG, empresas, a veces a regiones, ciudades y estados federados. Yo apuesto por ese pragmatismo para lograr resultados. 

Sobre la cuestión de la salud, de hecho, entre Act-A y la estrategia COVAX que hemos lanzado, hemos reunido alrededor de la mesa a organizaciones internacionales, como la OMS, a Estados y a potencias regionales, como la Unión Europea y la Unión Africana; hemos puesto fondos sectoriales, como Unitaid o Gavi, hemos traído a fundaciones privadas, como la Fundación Gates, por ejemplo, y actores industriales y laboratorios públicos que trabajan en los proyectos. Es completamente híbrido, pero con una gobernanza que hemos encomendado a la OMS para garantizar que no haya conflictos de intereses. Porque la OMS es garante de un dispositivo en el que no se permite que sea el sector privado el que decida las reglas para todos. Ya verán, habrá mucha controversia sobre este tema. En primer lugar, porque habrá una diplomacia de la vacuna, es decir que cada uno querrá enarbolar su bandera y decir «Yo soy el que la encontró». Así que habrá un efecto de apresuramiento bajo la presión de la opinión pública para decir lo antes posible «Tenemos la vacuna correcta». Tendremos que estar muy atentos a esto. Y tener cuidado: ¿se habrán respetado todas las reglas científicas y diligencias? Son nuestros científicos estatales los que pueden decir eso y los de la OMS, porque no tienen conflicto de interés. No olvidemos nunca lo que hemos construido: el Estado es garante del interés general. Eso no se delega. Y aquí los Estados tienen un papel que desempeñar. 

Sin embargo, detrás de ello, las negociaciones que se están llevando a cabo actualmente entre los Estados y las empresas son una muy buena prueba de este nuevo multilateralismo. Es la idea del bien público mundial y, en todo caso, del acceso mundial a la vacuna. Esto quiere decir que ninguno de los laboratorios que desarrollen la vacuna deberá bloquear el acceso a otros laboratorios de producción, incluido con sobredosis, para los países en desarrollo. No sé si ganaremos esta batalla, porque claramente no estoy seguro de que todos los países quieran involucrarse en esto. Veremos si China está lista, si es ella la que descubrirá la vacuna, si Rusia está lista, si los Estados Unidos están listos con la nueva administración —no estaba muy claro con la anterior, en fin, la actual— y veremos lo que hacen las empresas. Pero, pase lo que pase, lo que hemos hecho ha sido crear un marco común con todos los actores importantes sentados alrededor de la mesa: un tercio de confianza que es la OMS, mecanismos de cooperación, una presión de los pares. Y así, tenemos las mayores probabilidades de que cuando algo ocurra, si uno de esos actores se comporta mal, tendrá mucho que perder por su mal comportamiento. Pero ese es el nuevo multilateralismo, tenemos que verlo. El estado de hecho se ha convertido en la nueva doctrina para muchos países: Rusia con Ucrania, Turquía con el Mediterráneo Oriental o ahora con Azerbaiyán. Son estrategias ligadas a situaciones, lo que significa que estos países ya no temen las reglas internacionales y deben encontrar mecanismos de elusión para cercarlas.

Nos gustaría volver a la cuestión climática, que ya mencionó como una gran prioridad y un asunto de absoluta urgencia. La cuestión que se plantea, como en el caso de la vacuna, es la de su politización. La ecología ahora desempeña un papel estructurante en el campo político. ¿Se define hoy como un ecologista?

Sí, me he convertido de hecho en un ecologista. Apuesto por ello y lo he dicho varias veces. Creo que la lucha contra el cambio climático y a favor de la biodiversidad es fundamental en las decisiones políticas que debemos tomar. Esto no significa que esta cuestión prime de manera irrevocable. Lo he dicho en otras ocasiones: no soy partidario de un derecho de la naturaleza que sea superior a los derechos humanos. Pero creo que no podemos considerar los derechos humanos sin pensar en estas interacciones, en estas consecuencias. Y, por lo tanto, esto debe estar en lo más alto de la agenda. Y, después, en todos los países hay que tomar decisiones: la velocidad de la transición y las consecuencias económicas y sociales que tiene. Mi convicción, y lo digo después de haber cometido muchos errores, incluido en nuestro país con la contribución carbono, es que no podemos llevar a cabo esta transición si no invertimos masivamente y no hacemos una transición que sea a la vez ecológica y social, y si no transformamos la forma de producir y, en definitiva, el centro del modelo de nuestras estructuras. Esta es también la idea del Consenso de París. Porque, de lo contrario, siempre estaremos corriendo tras una especie de desequilibrio, corrigiéndolo. No, tenemos que producir de forma diferente. Y producir de forma diferente significa que tengo que cambiar el precio del carbono. Eso es lo que hacemos a nivel europeo. Tengo que poner los incentivos adecuados. Tengo que prohibir ciertas actividades. 

Así que es normal que sea muy difícil. Hubo una época de cuestionamientos en los años noventa. Luego vino el tiempo de las invocaciones, hasta el Acuerdo de París. Es decir, se optaba por leyes que valían para los sucesores, que es lo que generalmente preferimos hacer cuando hacemos política. Hacemos una gran ley para la transición del país, el cambio, pero uno no sufre ninguna consecuencia al defenderla. Nosotros no tenemos elección: somos los que tenemos que lidiar con la realidad en todas estas tensiones. Este tema está lleno de tensiones. Hay gente que tiene ese miedo, pero cuando eres un agricultor que ama su país, su tierra, sus animales, pero cuyo modelo económico depende de ciertos insumos, es muy difícil salir de él. Así que es una transición que no se puede pedir de la noche a la mañana, sobre todo si los vecinos no la hacen. Estamos a la vanguardia, entre los que más han presionado. Pero hay que aceptar un tiempo de transición, buenos incentivos, acompañamiento; no hay que estigmatizar. Tenemos, a menudo, una tendencia a estigmatizar, a señalar con el dedo. 

De manera análoga, tomemos a una familia francesa que ha hecho todo lo que se le ha pedido desde hace treinta años. Se les dijo: «Tenéis que encontrar un trabajo» y encontraron un trabajo. Se les dijo: «Tenéis que comprar una casa», pero una casa era demasiado cara en la gran ciudad, así que la compraron a 40, 50 o 60 kilómetros de la gran ciudad. Se les dijo: «El modelo de éxito es tener tu propio coche» y compraron dos coches. Se les dijo: «Para ser una familia digna, a los hijos hay que criarlos correctamente, tienen que ir al conservatorio y luego al club deportivo, etc.», así que el sábado hacían cuatro viajes para llevar a sus hijos. Si a esta familia le dices: «Sois grandes contaminadores. Tenéis una casa mal aislada, tenéis un coche y os hacéis 80, 100, 150 kilómetros. Al nuevo mundo no le gustáis», ¡la gente se está volviendo loca! Y dicen: «¡Pero si lo hice todo bien! E incluso cuando el gobierno francés, durante décadas, me pidió que comprara diésel, ¡lo compré!». 

Ven bien cómo nosotros mismos estamos cambiando las cosas de nuevo. Para mí, lo más estructurante en la lucha contra el calentamiento global es la movilidad. Es el aislamiento térmico de los edificios —algo que vamos a hacer—, pero también es la movilidad. Por tanto, es convencer a una familia como esta para que vuelva a una zona más cercana al centro de la ciudad, o para que aísle mejor su casa, convencerlos de que usen el transporte público —si es que lo hay— y ayudarles a cambiar sus vehículos para que sean menos contaminantes. Pero no puedo cambiar los hábitos de una sociedad en quince días. Todo esto es para que se hagan una idea, y he tomado un ejemplo imaginario pero que es reflejo de la vida real para mostrarles lo difícil que es la transición climática y ambiental. Nada justifica que desaceleremos, pero todo justifica que haya mucha comprensión y respeto mutuo. Y eso significa, entonces, que tenemos que mirar qué obstáculos podemos salvar. He apostado por que Francia sea el primer país en cerrar todas sus centrales eléctricas de carbón. Podíamos hacerlo, es un enorme obstáculo. Tenemos que explicarle a la gente que ha estado trabajando allí durante décadas que va a perder su trabajo y que vamos a encontrarle un trabajo en otro lugar. Pero lo hacemos avanzando: estamos desarrollando mucho las renovables y vamos a hacer esta transición basada en la movilidad. Simplemente, el ritmo lo deben marcar nuestras sociedades, no los lobbys, ni los grandes intereses, sino la gente normal. Porque no podemos cambiar la vida de la gente con solo tocar un botón. Y cometí errores al pensar eso. 

Lo que le cuento del ejemplo de esta familia es que me vio exactamente así a finales de 2018: como el tipo que de repente le decía: «Todo lo que hacemos a diario, porque seguimos tus consejos, de repente va a ser malo». Pero me di cuenta de que habíamos cometido un error. Tenemos que involucrar a nuestras sociedades en este cambio. Es para mí un cambio absolutamente fundamental de nuestras sociedades. Tenemos que involucrar a todos en este cambio. Tenemos que demostrar que cada uno es actor, y tenemos que hacerlo dándole un lugar a cada uno, es decir, desarrollando masivamente nuevos sectores de actividad económica que permitan crear nuevos puestos de trabajo más rápido de lo que destruimos los antiguos. Porque no hay que equivocarse: este cambio llega después de uno de los grandes cambios de los que hablábamos antes, el de la globalización en un capitalismo abierto. Las clases medias de las democracias europeas y occidentales han experimentado el cambio como sinónimo de sacrificio. Cuando dijimos «vamos a cambiar las cosas para mejor», como el comercio, perdieron sus trabajos. Si les decimos ahora: «la transición climática es genial porque sus hijos podrán respirar, pero son ustedes los que pagarán el precio porque lo que cambiará serán sus trabajos y sus vidas, pero no la de los poderosos, porque ellos viven en los barrios privilegiados, y de todos modos no conducen coches y seguirán pudiendo volar al otro lado del mundo», no funcionará. 

Así que es también un momento de reajuste. El tema es cómo reajustamos nuestros objetivos. Nosotros lo que tenemos que adoptar son las estrategias correctas, las políticas públicas correctas, las inversiones correctas, los incentivos correctos. Luego, hay todo un trabajo, diría que político, en el sentido noble de la palabra, antropológico, que consiste en involucrar a nuestras sociedades en este cambio, hacerlas actoras. Y luego está la necesidad de hacer coherente toda nuestra agenda con respecto a esto. Y en el Consenso de París, esto es clave. Si seguimos teniendo un sistema financiero que no distingue lo que es bueno para el planeta de lo que es malo, lo que hagan los gobiernos nunca será suficiente. Para lograr esta transición, quiero que también pongamos normas a nivel de Europa y de los mercados financieros —como hemos podido hacer en cuestiones prudenciales o financieras estrictas— que penalicen la inversión en combustibles fósiles y que favorezcan la inversión en el sector de la economía verde. La integración del mercado europeo debe hacerse a través de este medio. Debemos implantar obligaciones verdes europeas, debemos lograr tener un sistema que incite a ir hacia esas actividades de manera mucho más firme. 

Igualmente, debemos alinear nuestra agenda comercial. Si cambiamos todas las reglas, pedimos sacrificios y, por detrás, seguimos construyendo acuerdos comerciales con países de todo el mundo —y la cuestión surgirá, como verán, con la nueva administración de Estados Unidos— que no están haciendo los mismos esfuerzos, ¡estamos locos! Es decir que uno le dirá al agricultor: «Es necesario que hagas grandes esfuerzos, vas a salir del glifosato, vas a utilizar cero pesticidas, vas a hacer esto, vas a hacer lo otro» y el agricultor lo va a hacer porque cree que es bueno. Y, por otro lado, ¿vamos a sacar un acuerdo que nos permita abrir y traer productos hechos con OMG, con pesticidas y demás, porque así es el comercio? Todo está relacionado, la gente lo ve. Por lo tanto, necesitamos acuerdos comerciales que sean coherentes con nuestra agenda climática, lo cual representa una enorme batalla. Y todavía no hay consenso europeo sobre esto. Estoy luchando mucho por ello. Lo hemos defendido en la lucha europea de 2019. Ahí hay una verdadera diferencia. Porque algunos países se han quedado con un software que es un software de apertura y de comercio, que yo respeto. Pero la variable comercial sigue siendo secundaria. Pienso que no es coherente desde un punto de vista de eficiencia pero, sobre todo, no es políticamente sostenible, políticamente. No se pueden crear consensos en nuestras sociedades cuando se piden esfuerzos a los ciudadanos y a las empresas y, al mismo tiempo, se pide todo lo contrario en el ámbito internacional. 

Nuestra última pregunta es sobre su visión de la teoría del Estado y la soberanía. ¿Puede la soberanía westfaliana coexistir con la emergencia climática?

Sí, porque no he encontrado un mejor sistema, en lo que a mí respecta, que la soberanía de Westfalia. Si esa es la idea de decir que un pueblo dentro de una nación decide elegir a sus dirigentes y tener a gente para votar sus leyes, pienso que es perfectamente compatible porque, de lo contrario, ¿quién va a decidir? ¿De qué manera se constituye el pueblo y decide? No lo sé. La crisis que estamos viviendo en nuestras sociedades es más bien una crisis de responsabilidad. Es que nadie quiere tomar decisiones y actuar responsablemente. Porque, de alguna manera, estamos discutiendo constantemente y todos estamos en un conflicto de legitimidad, pero es muy difícil decidir porque tenemos que enfrentarnos con distintas opciones. Pero siempre necesitaremos la soberanía de los pueblos. Para mí es importante. Y volviendo a lo que decía antes sobre las luchas que tenemos que librar, no cedamos nunca en eso. ¿En quién delega uno la formulación de las leyes en una sociedad, si no es en los líderes a los que uno elige? ¿Corporaciones? ¿El curso del mundo? ¿Dirigentes no elegidos, pero que serían iluminados? No quiero ninguno de esos sistemas. Quiero poder elegir cada día, cada vez que me inviten a las elecciones, que estas sean regulares y que haya un sistema que respire. Y no se equivoquen: no solo lo necesitamos, sino que tenemos que hacer que este sistema funcione eficazmente. Y hacerlo eficaz significa reconstruir ideológicamente el consenso al que hemos estado aludiendo desde hace un rato, y es obtener resultados. 

Los sistemas de soberanía westfaliana y las democracias que los acompañan viven actualmente una doble crisis. Es cierto que muchos de los problemas no se dan a nivel del Estado-nación y, por lo tanto, esto supone cooperaciones, pero estas cooperaciones no implican la disolución de la voluntad del pueblo. Supone saber cómo articularlas. La segunda crisis que están viviendo es una crisis de eficacia de las democracias. Las democracias occidentales, desde hace varios decenios, dan a sus pueblos la sensación de que ya no saben cómo resolver sus problemas, porque están enredadas en sus leyes, sus complejidades —lo experimento a diario en lo que a mí respecta—, su ineficiencia, y se están convirtiendo en sistemas que explican a la gente cómo deben hacerse las cosas que nos piden. Y dicen: «No saben cómo arreglar el sistema de progreso, el problema de la seguridad, y otros». Tenemos que volver a encontrar la eficacia a través de nuestros mecanismos de cooperación, pero también transformando nuestras estructuras para generar efectos útiles. Esa es la crisis de las democracias: es una crisis de escala y eficacia. Pero no creo en absoluto que sea una crisis de la soberanía westfaliana. Porque estoy apegado a ella y creo que no hay nada mejor que eso. Y porque, en todo lo que hago en el ámbito internacional, para mí la primacía es siempre la de la soberanía de los pueblos. Cada vez que hemos tratado de reemplazarla, hemos creado desajustes. Así que estoy profundamente apegado a eso. Profundamente. 

Pero es por eso por lo que, detrás, uno necesita hacer este trabajo ideológico del que he estado hablando. Porque la crisis que viven nuestros conciudadanos es una especie de difracción de los espacios: el ciudadano ya no logra reconciliarse con el consumidor, el trabajador y la conciencia que está en su interior. Porque hemos globalizado todo esto y, en algún momento, las interacciones hacen que eso se vuelva incoherente. Y el ciudadano que quiere luchar contra el calentamiento global no es coherente con el consumidor que quiere poder comprar todo a precios muy bajos, con el trabajador que quiere seguir teniendo una fábrica para que su hijo pueda trabajar allí junto a él. Eso es lo que no hemos logrado reconciliar. Eso es lo que el nuevo consenso debe permitir al integrar, en el funcionamiento de nuestras empresas, nuestro sistema financiero y nuestro sistema político, la reconciliación de la agenda climática, tecnológica y de soberanía. Estamos hablando de un gran desafío. Pero lo estamos haciendo gradualmente, a pesar del desaliento que podemos sentir en medio de una obra o cuando aún no podemos distinguir el cuadro porque estamos demasiado lejos. Así que creo que tenemos que seguir avanzando en este camino. Las grandes transformaciones deben llevarnos a seguir siendo muy inventivos: inventar nuevas formas de cooperación, arriesgarse, comprender y pensar en las grandes transiciones de este mundo. Pero esto no debe llevarnos a renunciar a nuestros principios: la soberanía del pueblo y los derechos y libertades que nos han hecho ser lo que somos. Porque están amenazados.

Y frente a lo que uno dice, mucha gente dice: disolvamos la soberanía nacional, dejemos que las grandes empresas decidan el curso del mundo; otros dicen: la soberanía popular libremente expresada es menos efectiva que un dictador ilustrado o que la ley de Dios. Y hoy están siendo testigos del regreso de las teocracias, del regreso de sistemas autoritarios. Hagan una fotografía del mundo de hoy comparado con el de hace quince años: es muy diferente. La soberanía popular democrática es un tesoro que hay que proteger y cuidar. 

Gracias. 

Gracias a ustedes. Lo importante para mí en este momento que estamos viviendo —el trabajo que están haciendo es clave en ese sentido— es que esta reflexión continúe y que logremos construir una conversación y un proceso. Debemos lograr, a través de las contribuciones y reflexiones que ustedes harán, dar vida a este debate por toda Europa y construir lo que es de nuestro interés común y la fuerza de nuestras propuestas. Pero pienso que hay un mundo por inventar. Ya estamos haciéndolo, pero debemos revelarlo más claramente.

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